En la mañana del tercer día, Lulú murió. Andrés salió de la alcoba extenuado. Estaban en la casa doña Leonarda y Niní con su marido. Ella parecía ya una jamona; él un chulo viejo lleno de alhajas. Andrés entró en el cuartucho donde dormía, se puso una inyección de morfina, y quedó sumido en un sueño profundo.
Se despertó a media noche y saltó de la cama. Se acercó al cadáver de Lulú, estuvo contemplando a la muerta largo rato y la besó en la frente varias veces.
Había quedado blanca, como si fuera de mármol, con un aspecto de serenidad y de indiferencia, que a Andrés le sorprendió.
Estaba absorto en su contemplación cuando oyó que en el gabinete hablaban. Reconoció la voz de Iturrioz, y la del médico; había otra voz, pero para él era desconocida.
Hablaban los tres confidencialmente.
—Para mí —decía la voz desconocida— esos reconocimientos continuos que se hacen en los partos, son perjudiciales. Yo no conozco este caso, pero, ¿quién sabe? quizá esta mujer, en el campo, sin asistencia ninguna, se hubiera salvado. La naturaleza tiene recursos que nosotros no conocemos.
—Yo no digo que no —contestó el médico que había asistido a Lulú—; es muy posible.
—¡Es lástima! —exclamó Iturrioz—. ¡Este muchacho ahora, marchaba tan bien!
Andrés, al oír lo que decían, sintió que se le traspasaba el alma. Rápidamente, volvió a su cuarto y se encerró en él.
Por la mañana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa, comenzaron a preguntarse qué hacía Andrés.
—No me choca nada que no se levante —dijo el médico— porque toma morfina.
—¿De veras? —preguntó Iturrioz.
—Sí.
—Vamos a despertarle entonces —dijo Iturrioz.
Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba Andrés.
—¡Está muerto! —exclamó Iturrioz.
Sobre la mesilla de noche se veía una copa y un frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel. Andrés se había envenenado. Sin duda, la rapidez de la intoxicación no le produjo convulsiones ni vómitos. La muerte había sobrevenido por parálisis inmediata del corazón.
—Ha muerto sin dolor —murmuró Iturrioz—. Este muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía.
—Pero había en él algo de precursor —murmuró el otro médico.
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