Juan Castro Pérez, cabo acemilero de la Tercera Bandera de la Falange de Canarias, tercera compañía, busca espárragos por el monte. Hace rato que la mañana prueba a clarear, pero lo impide una niebla espesa y húmeda que se enreda en las copas de los chaparros y los alcornoques. Los goteros desprendidos de las ramas labran diminutos embudos en el suelo arenoso o redoblan sobre el gorro cuartelero del soldado. Castro remonta una loma pedregosa salpicada de encinas y monte bajo. A media falda emergen unos peñascos de granito. Se encamina hacia ellos cuando, de pronto, se detiene y se agacha rodilla en tierra, la respiración contenida, el corazón acelerado. Algo se ha movido en la niebla, una sombra gris detrás de la maraña de un zarzal. A través de la bolsa de costado, Castro palpa la empuñadura de la pistola que el sargento Otero le presta cuando sale de espárragos. «Lo único que me faltaba es que me cojan los rojos», piensa. Hace un año que Castro se pasó al bando contrario. A los tránsfugas que caen prisioneros, ni Dios los libra del pelotón de fusilamiento. Deserción y traición. En un abrir y cerrar de ojos, consejo de guerra, sentencia de muerte, diez tiros y al hoyo.
Castro afina la vista y respira hondo. Las agujitas de agua helada se le clavan en los pulmones. Durante unos minutos interminables aguarda a que se mueva el enemigo. «¿Quién me mandaría a mí salir de espárragos con lo bien que se está en el chabolo jugando a las cartas?»
La niebla levanta un poco. Las formas y los colores se empiezan a definir en la espesura. Castro distingue entonces la familiar silueta de una mula. ¿Sola o acompañada? Observa con cuidado los alrededores. Afina el oído: sólo los minuciosos rumores de la mañana en el campo. Nada más. Monta la pistola y parece que el clac, clic de sus piezas bien engrasadas le infunde valor. Se incorpora y se acerca a la espesura mientras vigila los flancos, medio agachado, al acecho. Bordea los peñascos por la parte más despejada y ve la mula, que, al sentir la presencia del hombre, se queda quieta, a la expectativa. Castro explora el terreno: las ruinas de una choza con el emparrado por los suelos, el porche empedrado, la espesura de sus higueras abandonadas, el almiar, con restos de paja podrida. Nadie. Quizá la mula se haya perdido en medio del monte. No está trabada ni tiene jáquima.
Se aproxima al animal. La mula empina las orejas, nerviosa, se sobresalta, con los ojos espantados, levanta el hocico y enseña los dientes grandes y amarillos.
Castro entiende de bestias. Es jefe del tren de acémilas del regimiento. Le habla quedo a la mula. El animal no sabe de palabras, pero entiende el tono amistoso de la voz.
—¡Ea, ea! ¡Rrrrt! ¡Ea, bonita! ¿Qué haces tú aquí? ¿Dónde tienes al amo? ¡Ea, ea!
La mula está algo remisa, pero cuando el cabo le acaricia el pescuezo, adelanta el hocico negro para olerlo.
—Bueno, bueno, ¿qué haces tú aquí, eh? ¡Ea, ea! No te asustes, bonita. —Castro se arrima para que le huela el cuerpo, le acerca las manos abiertas al hocico para que las ventee, el vaho cálido de la respiración del animal le calienta las palmas—. ¿Qué haces tú aquí, cantimplora? —le susurra—. ¿Te has perdido? ¿No tienes amo? —La mula mueve las orejas, se deja palmear, siente las manos amistosas del
hombre por su pecho poderoso, por su lomo, en el que se señalan un poco las costillas—. Bien comida no estás, ¿eh? —le dice la voz tranquila.
Los dedos del cabo llegan, con suavidad, a los corvejones. La bestia no se inquieta. Está bien domada.
—Una mula mansa y buena, ¿eh? —le susurra, aprobador.
Castro examina su hallazgo con mirada perita. Una mula fina de remos, de vientre recogido, de rodillas sólidas, de lomo recto y algo arqueado, una buena mula de las que su padre solía comprar en la feria de Andújar, sólo que a él le gustan tostadas, y ésta tira a blanca ceniza. Una mula excelente. Vuelve la cabeza al animal y se asoma a los ojos vivos y redondos, duros y brillantes.
—¿Dónde está tu amo, cantimplora? —le susurra—. ¿Eres del ejército? ¿De los fascistas o de los rojos? ¿Andas perdida?
Se agacha y le repasa los tobillos delanteros, por si tiene señales de rozaduras, algún indicio de que la mula haya roto la traba para huir. No hay rastro. Castro observa con satisfacción el casco pequeño, comprueba que lleva herraduras nuevas. Los clavos remachados asoman por el centro de la uña, a dos centímetros del suelo, un buen trabajo. Una mula calzada como un marqués o como una marquesa.
—¿Qué me dices, cantimplora? ¿Te has pasado tú también a los nacionales? ¿De qué quinta eres?
La mula se deja acariciar las potentes mandíbulas, el rostro duro y huesudo, el morro blando, oscuro, de terciopelo, con algún lunar cerdoso, pero no responde a la pregunta.
Castro imagina su regreso a la compañía y su encuentro con el capitán Montero: «A sus órdenes, mi capitán. He encontrado esta mula delante de las trincheras.»
Una acémila más que sumará a los veinticuatro mulos que tiene a su cargo, el tren de acémilas de la Tercera Bandera de la Falange de Canarias.
Castro desmonta la bandolera de su bolsa de costado e improvisa una jáquima con un par de nudos. La correa que le ciñe los pantalones le sirve de ronzal.
—¡Ea! —le dice a la mula—. Para un apaño no está mal. Se acabaron por hoy los espárragos. Vamos palante.
De regreso a las líneas nacionales, medita: «Con lo bien que nos vendría esta mula en casa cuando termine la guerra.» La mira y piensa: «No sabemos cómo te llamas, ¿eh?»
Camina unos pasos más. Se detiene. La mula lo imita. Está bien domada.
—No me dices cómo te llamas, ¿eh? Pues te vas a llamar Valentina por lo valiente que has sido, que te has metido entre los rojos y los fascistas, en medio de los tiros. Así: Valentina.
La mula aguza las orejas.
—Valentina. Te gusta, ¿eh?
Le palmea el pescuezo.
—¡Ea, pues Valentina!.
Castro, con la mula de reata, da un rodeo para llegar, por la parte de atrás, al cortijillo abandonado donde el tren regimental tiene sus cuadras. Le sale al encuentro un soldado moreno, bajo y fornido, con un centímetro de frente que separa su única ceja gruesa y corrida del arranque del pelo negro, espeso, como cerdas.
—¿Dónde te metes, Juanillo? ¿Y esa mula?
—Nos la prestan del otro batallón para que le cure una matadura que tiene en la cruz. Se llama Valentina. —Mira a la mula y le dice—: Valentina, éste es el Chato, también de Andújar, como yo. Un poco borrico, pero no es mala persona.
El Chato se encoge de hombros.
—Bueno.
Esa noche, Castro rellena el parte de incidencias del tren regimental: «Acémilas, 25; Yeguas, 5. Incidencias: Ninguna.»
No ha contado a Valentina. Su plan es que pase desapercibida para llevársela a su casa cuando termine la guerra.
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