–Galanos –dijo en voz alta.
Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones de hocico en forma de pala por la parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el rastro y estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el aroma. Pero se acercaban sin cesar.
El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado el cuchillo. Lo levantó lo más suavemente posible porque sus manos se rebelaron contra el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones que se acercaban. Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes, comedores de carroñas, así como asesinos, y cuando tenían hambre eran capaces de morder un remo o un timón de barco. Eran esos tiburones los que cercenaban las patas de las tortugas cuando éstas nadaban dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no llevara encima sangre ni mucosidad de pez.
–¡Ay! –dijo el viejo–. Galanos. ¡Vengan, galanos!
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