Noviembre de 1952.
Más allá de nuestra pequeña casa, en el campo del equipo de fútbol, mis hijos, Ari y Hanan, dan puntapiés a un balón. No lo hacen mal, en especial Hanan, que ya ha cumplido cinco años. Ari tiene uno menos, y es más delgado y tímido. Tampoco parece gustarle tanto el ejercicio corporal.
Habré de trabajar fuerte con ellos. Enseñarles los movimientos, cómo pasar, regatear, cómo «dirigir» la pelota.
Mientras les miro, acude a mi memoria el recuerdo de mi hermano. Karl y yo solíamos jugar en el pequeño parque frente a nuestra casa en Berlín. Mi padre tenía también instalado en casa su consultorio médico. En
ocasiones, los pacientes de mi padre se detenían a la sombra de los árboles y nos miraban.
Aún puedo oír sus voces —en especial la del señor Lewy, a quien recuerdo como paciente suyo desde quetuve uso de razón— hablando de nosotros. Son los hijos del doctor Weiss. ¿Veis a ese hombrecillo? ¿Rudi Weiss? Algún día será profesional.
Karl tenía tres años más que yo. Era delgado, tranquilo, jamás fue un atleta. Solía cansarse. Prefería, a veces, terminar un dibujo o leer. Supongo que los dos decepcionamos a nuestro padre, el doctor Josef Weiss. Pero era un hombre cariñoso y considerado. Y nos quería demasiado para permitir que nos diésemos cuenta.
Todo acabó. Todo desapareció. Karl, mis padres y toda mi familia murieron en lo que hoy se llama el Holocausto. Extraño nombre para el genocidio. Yo sobreviví, Y hoy, sentado en esta pequeña casa de cemento que domina el río Galilea —puedo ver allá en la lejanía, al otro lado de los campos y huertos de melocotoneros, sus aguas de un azul oscuro— termino esta crónica de la familia Weiss.
En cierto modo, es una crónica de lo que les ocurrió a millones de judíos en Europa... los seis millones de víctimas, el puñado de supervivientes y quienes lucharon por ello.
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