CXXXI.- El Pequod encuentra al Deleite
El afanoso Pequod siguió navegando; las olas y los días siguieron pasando agitados: el ataúd salvavidas siguió meciéndose levemente; y se avistó otro barco, míseramente mal llamado el Deleite. Al acercarse, todos los ojos se fijaron en las anchas vigas, lo que se llama la cabria, que en algunos barcos balleneros cruzan la cubierta a una altura de ocho o diez pies, sirviendo para sostener las lanchas de reserva, o sin aparejos, o inutilizadas.
En la cabria del recién llegado se observaban las destrozadas y blancas cuadernas y unas pocas tablas astilladas de lo que había sido antaño una lancha ballenera, pero ahora se veía a través de esa ruina tan claramente como se ve a través del pesado esqueleto de un caballo, blanqueado y medio desquiciado.
-¿Habéis visto a la ballena blanca?
-¡Mira! -replicó el capitán de hundidas mejillas desde el coronamiento de popa, y con el altavoz señaló la ruina.
-¿La has matado?
-Todavía no se ha forjado el arpón que lo consiga -contestó el otro, mirando tristemente una hamaca envuelta que había en cubierta, y cuyos lados reunidos algunos silenciosos marineros estaban ocupados en juntar cosiendo.
-¡Que no se ha forjado! -y apuntando desde la horquilla con el hierro de Perth, Ahab lo blandió y exclamó-: ¡Mira tú, nantuqués; aquí en esta mano tengo su muerte! Templado en sangre y templado por el rayo está este filo, y juro darle triple temple en ese sitio caliente detrás de la aleta, donde la ballena blanca nota más su maldita vida.
-Entonces Dios te guarde, viejo... ya ves esto -señalando a la hamaca-: sepulto a uno de cinco hombres robustos, que ayer mismo estaban vivos, pero antes de la noche habían muerto. Sólo sepulto a éste: los demás estaban sepultados antes de morir; navegas sobre su tumba. -Luego, volviéndose a sus marineros-: ¿Estáis dispuestos? Entonces, poned la tabla en el pasamanos, y levantad el cadáver; así, entonces... ¡Oh, Dios! -avanzando hacia la hamaca con las manos levantadas-: Que la resurrección y la vida...
-¡Bracead a proa! ¡Caña a barlovento! -gritó Ahab como el trueno a sus marineros.
Pero el Pequod, sobresaltado de repente, no fue lo bastante rápido como para escapar del ruido de la salpicadura que hizo el cadáver al caer en el agua; ni lo bastante rápido, en efecto, para que algunas de las burbujas volanderas dejaran de salpicar su casco con su espectral bautismo.
Al alejarse Ahab del abatido Deleite, se puso muy de manifiesto el extraño salvavidas que colgaba de la popa del Pequod.
-¡Eh, vosotros, mirad ahí, marineros! -gritó una voz augural en su estela-. ¡En vano, oh, desconocidos, huís de nuestra triste sepultura! ¡Nos volvéis la popa sólo para enseñarnos vuestro ataúd!
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