miércoles, 18 de mayo de 2016

A SANGRE FRIA - Truman Capote

Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.

—Pienso —dijo— que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo... —le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible—. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.

Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello. Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.

Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.

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