miércoles, 18 de mayo de 2016

VIDA DE UN ESCLAVO AMERICANO ESCRITA POR EL MISMO - Frederick Douglass

Yo nací en Tuckahoe, cerca de Hillsborough, a unos veinte kilómetros de Easton, en el condado de Talbot, Maryland. No tengo conocimiento exacto de mi edad, por­que nunca he visto un documento auténtico en el que cons­tara. La inmensa mayoría de los esclavos saben tan poco de su edad como los caballos de la suya, y es deseo de la mayo­ría de los amos, por lo que yo sé, mantener a sus esclavos en esa ignorancia. No recuerdo haber conocido nunca a un es­clavo que pudiese decir el día que había nacido. Raras veces se aproximan más a ello que «la época de la siembra», «la época de la recolección», «la época de las cerezas», «la prima­vera» o «el otoño». Esta falta de información sobre mí mis­mo me hizo sufrir mucho durante la infancia. Los niños blancos podían decir su edad. Yo no podía entender por qué tenía que estar privado del mismo privilegio. No me estaba permitido hacerle preguntas a mi amo sobre ello. Considera­ba esas preguntas, si las hacía un esclavo, impropias e impertinentes, e indicio de un espíritu revoltoso. El cálculo más aproximado que puedo hacer me atribuye entre veintisiete y veintiocho años de edad. Digo esto porque en 1835 oí comentar a mi amo que yo tenía unos diecisiete años.

Mi madre se llamaba Harriet Bailey. Era hija de Isaac y Bet­sey Bailey, ambos de color y muy oscuros. Mi madre era de un color más oscuro que mi abuela y mi abuelo.

Mi padre fue un blanco. Todas las personas a las que oí hablar de mi origen confesaban que lo era. También se ru­moreaba que mi amo era mi padre, pero no sé nada sobre la veracidad de esa opinión; me privaron de medios de saber­lo. A mi madre y a mí nos separaron cuando yo era sólo un niño de pecho... antes de que la conociese como mi madre. Es una costumbre común, en la parte de Maryland de la que escapé, separar a los niños de sus madres a una edad muy temprana. Es frecuente que antes de que el niño cumpla doce meses se separe a su madre de él y se arrienden sus ser­vicios en alguna finca situada a considerable distancia, y se ponga al niño al cuidado de una anciana, demasiado vieja para las labores del campo. No entiendo por qué se efectúa esa separación, salvo que sea para impedir que el niño le tome afecto a su madre, y para embotar y destruir el afecto natural de la madre hacia el niño. Ése es el resultado inevi­table.

No vi a mi madre, para poder conocerla como tal, más que cuatro o cinco veces en mi vida; y fueron todas ellas muy cortas en duración, y de noche. Arrendó sus servicios un tal señor Stewart, que vivía a unos veinte kilómetros de mi ho­gar. Hacía viajes para verme de noche, recorriendo todo el trayecto a pie, después de realizar el trabajo del día. Trabaja­ba en el campo, y se castigaba con el látigo no estar en el campo al salir el sol, a menos que el esclavo tuviese un per­miso especial de su amo o de su ama para no hacerlo, permi­so que raras veces se concedía, y que otorgaba al que lo concedía el honroso calificativo de amo bueno. No recuerdo haber visto a mi madre a la luz del día. Estaba conmigo de noche. Se echaba conmigo y me arrullaba, pero mucho antes de que yo despertase ya se había ido. Hubo siempre muy poca comunicación entre nosotros. La muerte puso fin muy pron­to a la poca que pudimos tener mientras ella vivió, y a sus penalidades y sufrimientos. Murió cuando yo tenía unos siete años de edad, en una de las fincas de mi amo, cerca de Lee's Mill. No se me permitió estar presente durante su en­fermedad, ni en su muerte ni en su entierro. Murió mucho antes de que yo pudiese darme cuenta. Como no había dis­frutado nunca, en una medida significativa, de su presencia consoladora, de sus tiernos y atentos cuidados, recibí la noti­cia de su muerte quizá con las mismas emociones que podría haberme producido la muerte de un extraño.

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