miércoles, 7 de mayo de 2014

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS - John Boyne

¿Dura mucho la marcha? susurró, porque empezaba a tener hambre.

—Me parece que no —contestó Shmuel—. Nunca he vuelto a ver a nadie que haya ido a hacer una marcha. Pero supongo que no.

Bruno arrugó la frente. Miró el cielo y entonces oyó otro fragor, el ruido de un trueno, y  de  inmediato  el  cielo  pareció  oscurecerse  más,  hasta  volverse casi  negro,  y  empezó  a llover  a  cántaros,  aún  más  fuerte  que  por  la mañana.  Bruno  cerró  los  ojos  un  instante  y sintió mo lo mojaba la lluvia. 

Cuando volvió a abrirlos, ya no estaba desfilando, sino más bien siendo arrastrado por toda aquella gente. Lo único que notaba era el barro pegado por todo el cuerpo y el pijama adhiriéndose a su piel por efecto de la lluvia. Anheló estar en su casa, contemplando el espectáculo desde lejos, y no arrastrado por aquella multitud.

—Bueno, basta —le dijo a Shmuel—. Aquí me voy a resfriar. Tengo que irme a casa.

Pero apenas lo dijo, sus pies subieron unos escalones y, sin detenerse, comprobó que ya no se mojaba porque estaban todos amontonados en un recinto largo y sorprendentemente cálido. Debía de estar muy bien construido porque allí no entraba ni una sola gota de lluvia. De hecho, parecía completamente hermético.

—Bueno, menos mal —comentó, alegrándose de haberse librado de la tormenta aunque sólo fuera por unos minutos—. Supongo que esperaremos aquí hasta que amaine y que luego podré marcharme a casa. Shmuel se pegó cuanto pudo a Bruno y lo miró con cara de miedo.

—Lamento que no hayamos encontrado a tu padre —dijo Bruno.

—No pasa nada.

—Y lamento que no hayamos podido jugar, pero lo haremos cuando vayas a visitarme. En Berlín te presentaré a... ¿mo se llamaban? —se preguntó, y sintió frustración porque se suponía que eran sus tres mejores amigos para toda la vida, pero ya se habían borrado de su  memoria.  No  recordaba  ni  sus nombres  ni  sus  caras.  En  realidad  —dijo  mirando  a Shmuel—, no importa que me acuerde o no. Ellos ya no son mis mejores amigos.

Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él: le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza. 


—Tú eres mi mejor amigo —dijo—. Mi mejor amigo para toda la vida.

Es posible que Shmuel abriera la boca para contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo  porque  en aquel  momento  se  oyó  una  fuerte exclamación  de  asombro  de  todas  las personas del pijama de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.

Bruno  arqueó  una  ceja;  no  entendía  qué  pasaba,  pero  dedujo  que  tenía que ver con protegerlos de la lluvia para que la gente no se resfriara. Y entonces la larga habitación quedó a oscuras. Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría soltado por nada del mundo.


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Después de aquello, nada volvió a saberse de Bruno.

Varios días más tarde, después dque los soldados hubieran registrado exhaustivamente los alrededores y recorrido los pueblos cercanos con fotografías del niño, uno  de  ellos  encontró  el  montón  de  ropa  y  las  botas que  Bruno  había  dejado  junto  a  la alambrada. No tocó nada y corrió en busca del comandante. Este examinó el lugar y mi a derecha  e  izquierda, tal  como  había hecho  Bruno,  pero  no  logró  explicarse  qué  le  había pasado a su hijo. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra dejando sólo su ropa.

Madre  no  regresó  a  Berlín  tan  deprisa  como  había  pensado.  Se  quedó en Auchviz varios meses, esperando noticias de Bruno, hasta que un día, de repente, pensó que quizá su hijo había vuelto a casa solo. Entonces regresó inmediatamente a su antiguo hogar, con la vaga esperanza de encontrarlo sentado en el escalón de la puerta, esperándola.

No estaba allí, por supuesto.

Gretel también regresó a Berlín, y pasaba mucho rato a solas en su habitación, llorando, pero no porque había tirado todas sus muñecas y dejado todos sus mapas en Auchviz, sino porque echaba mucho de menos a Bruno.

Padre  se  quedó  en  Auchviz  un  año  más  y  acabó  ganándose la antipatía de  los  otros soldados, a quienes trataba sin piedad. Todas las noches se acostaba pensando en Bruno y todas las mañanas se despertaba pensando en Bruno. Un día elaboró una teoría acerca de lo que había podido ocurrir y volvió al tramo de alambrada donde un año atrás habían encontrado la ropa de su hijo.

Aquel lugar no tenía nada especial ni diferente, pero Padre exploró un poco y descubrió que la base de la alambrada no estaba bien sujeta al suelo, como en los otros sitios, y que al levantarla dejaba un hueco lo bastante grande para que una persona muy pequeña, quizá un niño, se colara por debajo.

Entonces mi a lo lejos y poco a poco fue atando cabos, y notó que  las piernas  empezaban  a  fallarle,  como si  ya  no  pudieran  sostener  su  cuerpo. Acabó sentándose en el suelo y adoptando casi la misma postura que Bruno había adoptado todas las tardes durante un año, aunque sin cruzar las piernas debajo del cuerpo.

Unos meses más tarde, llegaron otros soldados a Auchviz y ordenaron a Padre que los acompañara, y él fue sin protestar y se alegró de hacerlo porque ya no le importaba lo que le hicieran.


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