—¿Dura
mucho
la marcha? —susurró, porque empezaba a tener hambre.
—Me parece que no —contestó
Shmuel—. Nunca he vuelto a ver a nadie que haya ido a hacer una marcha. Pero
supongo que no.
Bruno arrugó la frente. Miró el cielo y entonces oyó otro fragor,
el ruido de un trueno, y de
inmediato el cielo pareció
oscurecerse
más, hasta volverse casi negro,
y
empezó a llover a cántaros,
aún
más fuerte
que
por
la
mañana. Bruno
cerró
los
ojos
un
instante
y
sintió cómo lo mojaba la lluvia.
Cuando volvió a abrirlos,
ya no estaba desfilando, sino más bien siendo arrastrado por toda aquella gente. Lo único que notaba era el barro pegado por todo
el cuerpo y el pijama adhiriéndose a su piel por efecto de la lluvia. Anheló estar en su
casa, contemplando el espectáculo desde lejos,
y no arrastrado por aquella multitud.
—Bueno, basta —le dijo a Shmuel—. Aquí me voy a resfriar.
Tengo que irme a casa.
Pero apenas lo dijo, sus pies subieron unos escalones
y, sin detenerse, comprobó que ya no se mojaba porque estaban todos amontonados en un recinto largo y sorprendentemente cálido. Debía de estar muy bien construido
porque allí no entraba ni una sola gota de lluvia. De hecho, parecía completamente hermético.
—Bueno, menos mal —comentó, alegrándose de haberse librado
de la tormenta aunque sólo fuera por unos minutos—.
Supongo que esperaremos aquí hasta que amaine y que luego podré marcharme a casa. Shmuel se pegó cuanto pudo a
Bruno y lo miró con cara de miedo.
—Lamento que no hayamos encontrado a tu padre —dijo Bruno.
—No pasa nada.
—Y lamento que no hayamos podido jugar, pero lo haremos cuando vayas a visitarme. En Berlín te presentaré a... ¿cómo se llamaban? —se preguntó, y sintió frustración porque se suponía que eran sus tres mejores amigos para toda la vida, pero ya se habían borrado de su memoria.
No
recordaba
ni
sus
nombres
ni
sus
caras. — En
realidad
—dijo
mirando
a Shmuel—,
no importa que me acuerde o no. Ellos ya no son mis mejores amigos.
Miró
hacia abajo e hizo algo poco propio de él:
le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza.
—Tú eres mi
mejor amigo —dijo—. Mi mejor amigo para toda la vida.
Es posible que Shmuel abriera la boca para contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que
dijo porque en aquel
momento se oyó una fuerte
exclamación
de
asombro de todas las personas del pijama de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.
Bruno arqueó
una
ceja;
no
entendía
qué
pasaba,
pero
dedujo
que
tenía que ver con protegerlos de la lluvia para que la gente no se resfriara. Y entonces la larga habitación quedó a oscuras.
Pese al caos que se produjo,
de algún modo Bruno logró seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría soltado por nada del
mundo.
..........................
Después de aquello, nada volvió a saberse de Bruno.
Varios días más tarde, después de que los soldados hubieran registrado exhaustivamente los alrededores y recorrido los pueblos cercanos
con fotografías del niño,
uno de
ellos
encontró
el
montón de ropa y las botas que Bruno había
dejado
junto
a
la
alambrada. No tocó nada y corrió en busca del comandante.
Este examinó el lugar y miró a
derecha e izquierda, tal como había hecho Bruno, pero no
logró
explicarse
qué
le
había
pasado a su hijo. Era como si hubiera
desaparecido de la faz de la tierra
dejando sólo su ropa.
Madre
no
regresó
a
Berlín
tan
deprisa
como había pensado. Se quedó
en Auchviz
varios meses, esperando noticias de Bruno, hasta que un día, de repente, pensó que quizá su
hijo había vuelto a casa solo. Entonces
regresó inmediatamente a su antiguo
hogar, con la vaga esperanza de encontrarlo sentado
en el escalón de la puerta,
esperándola.
No estaba allí, por supuesto.
Gretel también regresó a Berlín, y pasaba
mucho rato a solas en su habitación, llorando, pero no porque había tirado todas sus muñecas y dejado todos sus mapas en Auchviz,
sino porque echaba mucho de menos
a Bruno.
Padre
se
quedó
en
Auchviz
un
año
más y acabó ganándose la antipatía de los
otros
soldados, a quienes trataba sin piedad. Todas las noches se acostaba pensando
en Bruno y todas las mañanas se despertaba
pensando en Bruno. Un día elaboró una teoría acerca de lo que había podido ocurrir y volvió al tramo de alambrada donde un año atrás habían encontrado la ropa de su hijo.
Aquel lugar no tenía nada especial ni diferente, pero Padre exploró un poco y descubrió
que la base de la alambrada no estaba bien sujeta al suelo, como en los otros sitios, y que al
levantarla dejaba un hueco lo bastante grande para que una persona muy pequeña, quizá un niño,
se colara por debajo.
Entonces
miró a lo lejos y poco a poco fue atando cabos, y notó que las piernas empezaban a fallarle,
como si
ya
no
pudieran
sostener
su
cuerpo.
Acabó
sentándose en el suelo y adoptando casi la misma postura que Bruno había adoptado todas las tardes durante un año, aunque sin
cruzar las piernas debajo del cuerpo.
Unos meses más tarde, llegaron otros soldados a Auchviz y ordenaron a Padre que los
acompañara, y él fue sin protestar
y se alegró de hacerlo
porque ya no le importaba lo que le hicieran.
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